09 julio, 2005

De la conveniencia de preguntarse

Es de temer que el balance final de los atentados de Londres iguale o supere el del luctuoso 11-M español. Nadie ignora el efecto multiplicador y devastador de una explosión en el subsuelo y es ahí donde se han producido tres de las cuatro deflagraciones que sacudieron a la capital británica menos de 24 horas después de que celebrase la adjudicación de sede olímpica y de que comenzase en Gleneagles (Escocia) la polémica cumbre del G8 (organización formada por los siete países más ricos del mundo y Rusia).

Había iniciado el mismo día 7 un comentario de urgencia sobre el nuevo ataque del terrorismo islámico a occidente, pero lo abandoné mosqueado por la falta de datos verosímiles sobre el número de víctimas. La Policía, tras haber mantenido durante siete horas que sólo había dos muertos, admitía 33 cuando algunos medios aseguraban que superaban la cincuentena. Ya ayer la misma fuente reconocía lo que el día anterior avanzaban los medios y achaca la lentitud del recuento de víctimas a las dificultades de acceso a dos de los lugares donde estallaron los artefactos, lo cual hace temer lo peor, aunque a nivel oficial se sostiene que no se llegará a “las tres cifras”.

Parece inevitable que, ante este tipo de tragedias, el poder opaque o manipule la información. En el caso del ataque de Londres se diría que Blair ha intentado minimizar el efecto psicológico de la tragedia sobre la supuestamente transcendental reunión del G8, en la que se había propuesto aparecer como el hombre del momento, el que tiene el mundo en la cabeza, propone soluciones y logra compromisos. El ataque de Al Qaeda le ha aguado la fiesta abruptamente, tras la satisfacción que le había causado protagonizar el bloqueo del presupuesto de la UE en vísperas de asumir su presidencia y la adjudicación a Londres de la sede olímpica de 2012, frente a las razonables aspiraciones de París, su bestia negra.

Se dice que es de origen árabe la expresión “siéntate a la puerta de tu casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo”. También se aventura que es hindú, lo cual parece más probable. Lo cierto, en cualquier caso, es que el terrorismo islámico no se sienta a la puerta de su casa, sino que se traslada a la de su enemigo y la echa abajo de la manera más contundente posible. Que tengan que pasar años para cumplir la venganza no parece reducir en absoluto la firmeza de sus propósitos. La venganza es un plato que se toma frío (esto probablemente sí tenga un origen árabe). Que sus protagonistas sean suicidas -mártires les llaman- no sólo no entra en contradicción, según los nuevos jeques, con la doctrina de Mahoma, sino que es fuente de santidad, además de garantía de eficacia en el cumplimiento del objetivo.

Lamentablemente, no parece que su conocimiento profundo del enemigo islámico haya inmunizado a Reino Unido frente a un ataque mil veces augurado. Durante largos años, Londres ha acogido sin ninguna objeción a personajes procedentes del mundo musulmán entre los que se hallan algunos de los incitadores más virulentos a la más cruenta Jihad y al martirio. Especialmente a partir del atentado del 11-M, los servicios de inteligencia y la policía británica han vigilado y neutralizado a algunos de los imanes y activistas más peligrosos. Pero no ha sido suficiente: al final los terroristas han actuado con su habitual y maniaca sincronización, llevando la confusión y la muerte a personas totalmente ajenas a los litigios que movilizan a los autores de las masacres.

Nuevamente hemos tenido que escuchar, en España, el axioma de que no cabe preguntarse por el origen del terrorismo, por sus razones, ya que eso sería legitimarlo; que lo que hay que hacer es combatirlo hasta derrotarlo. Es el PP quien con mayor énfasis insiste en tal sofisma, que puede ser válido cuando se trata de ETA pero no lo es necesariamente en relación con el terrorismo islámico. Preguntarse por sus razones permite conocer sus mecanismos “racionales” y prever y anticiparse a sus acciones. El desprecio que occidente ha mostrado tradicionalmente hacia el mundo islámico y la cultura árabe es precisamente su talón de Aquiles a la hora de prevenirlo y combatirlo.

Cuando Osama Bin Laden, en una grabación difundida por Al Yazira, admite por primera vez su responsabilidad en el ataque del 11-S, que rompe la impunidad de Estados Unidos, llevando la destrucción y el pánico a un territorio hasta entonces virgen de ataques, no evoca como referencia ninguna ofensa reciente. El líder de Al Qaeda se remite al feroz bombardeo israelí sobre Beirut en Agosto de 1982, habla de los altos edificios derrumbándose, de los miles de víctimas civiles (18.000 muertos) y de su sueño de llevar esa misma destrucción algún día a quienes fomentaron, promovieron y dieron apoyo táctico a la brutalidad israelí.

No pasa siquiera un año cuando un ataque suicida contra la embajada norteamericana en Líbano se salda con 63 muertos, entre los que se incluye todo el personal de la CIA en el país. Pero es en octubre de 1983 cuando la venganza se materializa en una inédita vuelta de tuerca del terror. Un camión cargado con 2.000 kilos de explosivos se estrella contra un cuartel de los marines. Mueren 241. Estados Unidos decide poner fin a su presencia en el país casi de inmediato. De eso, de ese “éxito” en el que se inspirarán gran número de acciones terroristas posteriores, no habla Bin Laden, pero no cabe ninguna duda de que fue en Líbano donde el líder de Al Qaeda tomo buena nota de la ‘eficacia’ del terrorismo.

Estamos ante un enemigo de una virulencia incomparable, paciente, meticuloso, deliberadamente espectacular y fanático hasta el borde de la locura. Quienes lo instrumentan y practican se apoyan en su fe religiosa y asocian la propia salvación a través del “martirio” con la lucha por liberar a los fieles del Islam del mal por excelencia, que identifican con occidente –especialmente Estados Unidos y Reino Unido- y con Israel.

Es y va a seguir siendo una guerra larga y salvaje y no cabe ignorar ni el origen del odio, ni las justificaciones ni las tácticas del enemigo. No se trata de un terrorismo convencional, sino de uno que se carga de razones y se fortalece con cada abuso de occidente o de Israel y nutre sus filas de una comunidad integrada por unos mil millones de personas. La invasión de Irak, carente de toda justificación y contestada en buena parte de occidente, es ahora mismo su caballo de batalla, su gran justificación y su campo de entrenamiento.

Quien pretende imponer que no nos preguntemos nada nos invita tácitamente a la masacre y acaso a la derrota. Tenemos que formularnos preguntas y emitir respuestas porque de lo contrario estaremos inermes. Y no olvidar, por supuesto, que quien siembra vientos recoge tempestades.


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