16 diciembre, 2004

La voz de los corderos



El dolor, la ira y el desamparo de las víctimas del brutal ataque del 11-M tienen desde ayer un rostro y una voz inolvidables, los de Pilar Manjón, madre de un joven fallecido en aquella trágica jornada. Su intervención ante la inane comisión de investigación del Congreso constituyó un testimonio impresionante y demoledor, un aldabonazo a las conciencias no sólo de la clase política y del mundo mediático, destinatarios del grueso de sus críticas, sino también de la sociedad entera.

Viendo y escuchando a Pilar Manjón era inevitable sentir un nudo en la garganta y un temblor de emoción conturbadora. Tanto que renuncié a mi primer impulso de escribir ayer mismo, bajo el impacto emocional directo recibido a través de un informativo de televisión. Tenía poco tiempo para hacerlo y temí caer en la sensiblería y pecar de demagogia.

Un día después se puede medir la evidencia de que el impacto del testimonio de Pilar Manjón ha tenido un efecto generalizado sobre la sociedad española, pero también puede contrastarse, a través de los medios informativos, que persiste el sesgo partidista, que cada cual subraya lo que le interesa y que, en definitiva, todo seguirá igual tras escuchar la voz de los corderos, víctimas de una matanza que ha tenido importantes consecuencias políticas (no tanto por sí misma como por su tratamiento) y que debería tener más y mayores.

La primera, ineludible y dolorosa constatación ante la intervención parlamentaria de la portavoz de las víctimas del 11-M concierne a algo que todos sabemos y a lo que, desde la impotencia, nos hemos resignado acomodaticiamente: la enorme distancia que separa a la sociedad de quienes son elegidos para representarla. La traición esencial que constituye la 'representación' política en la democracia formal imperante y que podría explicitarse así: "Dame tu voto y olvídame como yo te olvido".

España carece de una sociedad civil operativa, pero todo indica que en la conciencia popular existen las bases adecuadas para crearla y que su existencia es imprescindible para la salud de un sistema que ya apenas tiene algo que ver con las realidades sociales y tecnológicas del presente. Falta el propósito y abunda el fundado escepticismo. Ayer mismo el portavoz de la AVT, la asociación 'oficial' de víctimas del terrorismo, daba pruebas irrefutables de hasta qué punto un supuesto órgano de la sociedad civil puede ser manipulado y capitalizado por intereses partidistas. El contraste de su intervención ante la comisión con la de Pilar Manjón no dejó lugar a dudas al respecto.

Otra significativa denuncia de Pilar Manjón fue dirigida contra los medios de comunicación social, el denominado "cuarto poder", que no es más que una extensión del primero (y el primero no es el Ejecutivo, sino el económico). Desde su dolor y su frustración (que son, como subrayó, los de todas las víctimas y familiares), Manjón no tuvo contemplaciones con quienes perpetran la falacia de fingir que sirven a la sociedad cuando en realidad se instrumentalizan al servicio de los intereses del poder y de sus propios intereses económicos y partidistas, prescindiendo de todo escrúpulo a la hora de rentabilizar el dolor ajeno o servir a cualquier mentira emitida por sus afines políticos.

Cuando los grandes empresarios mediáticos constatan que las generaciones jóvenes permanecen alejadas de la prensa escrita mientras Internet crece de modo imparable, o que las tiradas, que se estaban hundiendo, han aumentado en los últimos tiempos (consecuencia de la intensidad y trancendencia del debate político) eluden sistemáticamente la autocrítica y plantean tácticas correctoras ajenas al fondo del problema y fruto de una estrategia que concibe el mercado informativo como un mercado más, que se puede fidelizar mediante técnicas convencionales de márketin. El lector ya no es un lector, sino un consumidor. Y de la televisión, mejor no hablar porque su único propósito parece consistir en estimular lo peor que hay en cada uno.

Volviendo al centro del asunto -la comparecencia de Pilar Manjón- hay que subrayar que su lección a la comisión produjo la lógica consecuencia de que todos los portavoces pidiesen perdón de un modo más o menos sentido y sincero. La clase política era consciente de la excepcionalidad y de la gravedad de las circunstancias a las que se enfrentaba y por unos momentos asistimos a una conmovedora catarsis democrática. Sólo una voz señalada se abstuvo del 'mea culpa', la de Eduardo Zaplana. El jactancioso portavoz del PP había delegado en una compañera de partido y ni siquiera en ese momento juzgó oportuno abandonar su actitud displicente para decir algo que tuviera la apariencia de salir del corazón y/o de la conciencia. Luego abandonó el Congreso sin siquiera saludar a los representantes de las víctimas.

Y es que, por terrible que parezca, las cosas no van a cambiar aunque los corderos hayan roto el silencio. Ese mismo día la comisión de Interior fue escenario de un nuevo capítulo de la novela "la conexión ETA-Al Qaeda". Poco importa que el ministro José Antonio Alonso calificase de "extravagante" la insistencia del PP en alimentar esa hipótesis. Todo indica que el partido desalojado del Gobierno no va a cambiar ni un ápice su estrategia. Su líder en la sombra (aunque no tanto) es un empecinado creyente en el principio 'goebbelsiano' de que una gran mentira, repetida miles de veces, se convierte en una gran verdad.

Hoy leo que Gregorio Peces-Barba, nombrado Alto Comisionado de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo, se propone "reconciliar a la democracia con los ciudadanos". Encomiable propósito, pero para darle cumplimiento habría que empezar por reconciliar a algún partido con la democracia, lo cual ahora mismo parece una misión imposible.

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