20 diciembre, 2004

Inmersión en los establos



Para quien no tenga noticia de lo que ya se conoce como el “caso Echevarría” haré una sucinta síntesis. Ignacio Echevarría es (era, para ser exactos) un crítico literario del suplemento ‘Babelia’ de “El País”, en el cual publicó una demoledora crítica de la última novela de Bernardo Atxaga, “El hijo del acordeonista”, editada por Alfaguara, uno de los brazos del pulpo multiforme que es el emporio mediático de Jesús de Polanco. Tan destructiva era la crítica, al parecer, que el director del periódico ha llegado a calificarla, con hiperbólica elocuencia, como ‘bomba atómica’.

La siguiente colaboración del virulento Echevarría fue ‘congelada’ (el director adjunto dixit) y el crítico respondió con una carta abierta al referido jerarca denunciando la censura que se le imponía. La carta era tan abierta que circuló de inmediato por el vasto espacio de internet con efectos devastadores para la imagen de “El País”. Unas cuantas decenas de ‘santones’ de la cultura no tardaron en solidarizarse con el crítico y señalar hasta qué punto el “caso Echevarría” lesionaba la credibilidad del periódico. A ello siguió un forzado y limitado ‘nostra culpa’ por parte de la Defensora del Lector del diario, Malén Aznárez, y del director, Jesús Ceberio, que admitió que había habido “una mala gestión” del asunto.

Hasta aquí los hechos, no tan sucintos, por cierto, como yo anunciaba más arriba.

Vaya por delante que considero toda crítica literaria destructiva una muestra de deshonestidad y estupidez imperdonable. Hay demasiada basura literaria, potenciada por el marketing de la industria editorial, como para centrar el foco en una cagarruta en particular. En el contexto vigente el crítico debería ser una especie de pescador de perlas, alguien que sacase a la luz el poco oro que reluce entre los detritus artificialmente relucientes.

A ello añadiré mi conmiseración para aquellos que, como Ignacio Echevarría, deben ejercer como críticos por encargo y, pese a ello, se esfuerzan -o fingen hacerlo- por actuar con independencia. Aduce el crítico en este caso que ha ejercido con frecuencia sus artes dinamiteras en el suplemento literario sin pagar las consecuencias y uno no puede por menos que celebrar su impunidad y compadecerle por su ceguera. Resulta evidente que, tras leer “El hijo del acordeonista” y consciente de su origen editorial, debería haberle dicho a la responsable del suplemento: “mira, prefiero no escribir la crítica porque esta obra me parece una basura y la voy a hacer mil pedazos. Supongo que, dado que es de Alfaguara, alguien podría escribir algo más constructivo e incluso laudatorio”. Nadie rechazaría tan razonable propuesta.

Eso habría sido lo más honesto en alguien que, dada su condición de adulto culto y perspicaz, no puede aducir ignorancia de la realidad del mundo que habita y de la inexistencia práctica de fondo de ese ‘desideratum’ llamado libertad de expresión que, teóricamente, nutre la sangre de las democracias.

Pero si la presunta ingenuidad del crítico parece cínica y deplorable, el ‘papelón’ desempeñado por el periódico y sus directivos (en especial por el director adjunto, Lluis Bassets) revela algo mucho más grave que lo que Ceberio califica eufemísticamente como una ‘mala gestión’. Este caso, aparentemente nimio, ha puesto al aire las vergüenzas del diario de mayor difusión y el más respetado de cuantos se editan en España. Y lo ha hecho en uno de los peores momentos imaginables, cuando el grupo Prisa es objeto de una campaña brutal de descrédito protagonizada por el Partido Popular y sus secuaces mediáticos, que le achacan el mayor de los males de la historia reciente: el Gobierno de Rodríguez Zapatero al servicio de la antiespaña.

El daño que el “caso Echevarría” está haciendo a “El País” es inconmensurable, en la medida en que, pese al tiempo transcurrido, la polémica sigue viva, al menos en internet. Tanto que supongo que algún confortable sillón de la cúpula directiva del periódico sufre ahora temblores no computables en la escala de Richter. Y todo por exceso de celo y beatería, por defender los intereses del amo por medios que exceden lo políticamente correcto. ¿Lo exigió el amo? Si es así él sería el culpable exclusivo. Si no -cosa que estimo muy probable- el buen perro servil, que esperaba una tierna caricia en el lomo, estará sufriendo zurriagazos sin cuento.

Inexistencia de la libertad de expresión, decía yo poco más arriba y a ello vamos porque de eso se trata. Quienes en su momento celebraron el proceso de concentración de medios informativos como un signo de salud del sistema mentían como bellacos y además lo sabían porque cobraban por celebrarlo y se beneficiaban de participar en el proceso. El latifundismo mediático ha tenido como consecuencia la mutilación de la pluralidad informativa y aún más de la opinativa. Los medios están alineados políticamente de modo prácticamente incondicional y el gregarismo profesional y la autocensura imperan hasta niveles de náusea. Todo está controlado, incluso allí donde se presume de pluralismo.

La consecuencia es el silenciamiento de quienes no siguen el juego. Los goulags del periodismo ‘democrático’ están repletos de desaparecidos ‘antisociales’ que no aceptaron las restringidas y no escritas (hasta ahí podíamos llegar) normas de circulación ideológica. El conmigo o contra mi impera en este territorio. El ‘loqueyodiga’ es la ley. Así es como han surgido los infectos establos de Augias en que hozan esos otrora (me refiero a la transición, claro) excelsos agentes de la libertad y de la democracia llamados periodistas.

No creo estar atentando contra la inocencia de nadie haciendo esta afirmación, pero si así fuera no lo lamento. “El País” también está contaminado, por supuesto. Sin embargo resulta que hasta ahora ha sido la res menos sucia de los establos, el medio informativo más completo del panorama periodístico español y el más coherente con la realidad democrática. Era el mal menor y uno siempre ha preferido del mal el menos. Si el “caso Echevarría” es un indicio de desvío habremos empezado a perder algo más que un valioso referente informativo.
Confiemos en que “El País” no figure entre los daños colaterales de la artificial e imprudente resurrección de las “dos españas” que la derecha intenta perpetrar.

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