El colapso del suministro eléctrico en el noreste de Estados Unidos y sureste de Canadá es algo más que un gigantesco accidente que devolvió durante unas horas interminables a la población del país más rico de la tierra al tiempo de las cavernas. Es también todo un diagnóstico sobre las consecuencias de un sistema corrompido e inescrupuloso al que la búsqueda enfebrecida del máximo beneficio al mínimo coste lleva a poner en peligro a toda una sociedad y a generar pérdidas y daños impagables a empresas y particulares.
En tiempos críticos y oscuros, el presidente Franklin Delano Roosevelt, ante la constancia de abusos escandalosos y delincuentes por parte de los piratas del sector energético, había decidido atarles en corto mediante una regulación férrea, destinada a garantizar la transparencia, accesibilidad y eficacia de un servicio público esencial. Y tanta era su reticencia -fundada, naturalmente- respecto al sector que dictó que, en lo sucesivo, no podría contribuir a las campañas electorales con un solo dólar.
Roosevelt, al que puede considerarse como el padre del otrora envidiado y copiado bienestar americano, había visto derrumbarse en horas, como un castillo de naipes, un sistema económico aparentemente sólido y próspero. El "crack" bursátil de 1929, generado por una suicida anarquía especulativa, le había marcado a fuego y, ya como presidente, hubo de poner los medios para paliar la miseria que atrapó a millones de estadounidenses en los interminables años de la Gran Depresión que siguió al derrumbamiento del sistema económico.
Roosevelt sabía muy bien que dejar actuar a los intereses empresariales a su libre albedrío es jugar a la ruleta rusa. Y aprendió también que la pobreza y la pereza no son de la misma familia, por mucho que dijeran los plutócratas. En consecuencia, diseñó un sistema de asistencia social que es la base del Estado de Bienestar, fundado en que los poderes públicos se declaran subsidiarios de la iniciativa privada, cubriendo las áreas que ésta ignora o en las que, por acción u omisión, produce indeseables secuelas sociales.
Tuvieron que pasar bastantes años y tuvo que llegar a la Casa Blanca un actor fracasado, que ya había hecho sus armas como gobernador de California a plena satisfacción del conservadurismo norteamericano, para que se pusiera en cuestión el camino diseñado por Roosevelt, aquel peligroso liberal (en Estados Unidos liberal es sinónimo de izquierdista, por incoherente que parezca). Con el manual de la Escuela de Chicago en las manos, Reagan (o mejor, los que movían los hilos de la carismática marioneta que fue) decidió volver a los trillados caminos del liberalismo, ahora entendido en sentido real, o sea, el de la rancia divisa "laissez faire, laissez passer" ("dejad hacer, dejad pasar").
Reagan se cargó el Estado de Bienestar recortando drásticamente los gastos en asistencia social, so pretexto de destinar esos fondos a la inversión en obras e infraestructuras públicas que reactivarían el sector privado y generarían empleo. Y el caso es que, mal que bien, el sistema aguantó. Lamentablemente, porque la política económica de Reagan sólo era el primer paso en la estrategia republicana para reconducir a Estados Unidos a la situación previa al "crack" y al "New Deal" rooseveltiano.
Los siguientes clavos en el féretro del Estado de Bienestar los puso George Bush (padre), el caballo blanco (y de Troya) del sector energético en la Casa Blanca. El "new deal" de Bush padre llevaba el eufemístico nombre de "desregulación" y ya se había experimentado, precisamente por el sector energético, en la Gran Bretaña de la entusiasta "neoconservadora" Margaret Thatcher. ¿Que qué es desregulación? En síntesis: capitalismo salvaje, la ley de la selva aplicada a la política socioeconómica, carta blanca sin limitaciones para las estrategias destinadas a aumentar los beneficios.
Las eléctricas pudieron sacudirse finalmente el pesado yugo de las limitaciones impuestas por el reticente Roosevelt y desde entonces no han hecho otra cosa que enriquecerse sin tasa. Ni siquiera el sonoro petardazo de Enron, que estalló -no por casualidad, sino para minimizar deliberadamente el riesgo de afrontar la previsible dureza demócrata- con Bush hijo (un chico "de los nuestros") recién llegado a la presidencia tras un accidentado y sospechoso escrutinio electoral, hizo reflexionar a nadie sobre el hecho de que los piratas a los que Roosevelt tuvo a raya estaban de vuelta y haciendo lo que solían. Es decir, robar. Y si no, considérese el hecho de que, desde año y medio antes de declarar la existencia de la crisis que sabían que tendrían que declarar, los jerarcas de Enron se embolsaron miles de millones de dólares.
Haciendo el cuento corto: la desregulación en el sector energético ha tenido la perniciosa consecuencia -entre otras- de favorecer la obsolescencia de las líneas de distribución eléctrica y, en general, de toda la infraestructura, manifiestamente limitada en relación con la demanda. Nada sorprendente cuando, sin control de nadie y sin responsabilidad alguna ni jurídica ni administrativa, se pretende el máximo beneficio al mínimo coste.
Los piratas estaban a la espera de que Bush junior lograra abrir el riquísimo cofre de un generoso plan energético, pero los demócratas frenaron su aprobación, no sólo porque les pareció un injustificable regalo de Bush a sus valedores dinásticos, sino también porque dentro del cofre había mercancía peligrosa desde el punto de vista ecológico, como la reactivación de la construcción de centrales nucleares o la entrada a saco en la explotación petrolífera de Alaska.
Ahora los republicanos echan la culpa del gigantesco apagón a los demócratas, del mismo modo que las eléctricas norteamericanas culpan a Canadá. Son las típicas maniobras de diversión. La culpa la tiene la irresponsable avaricia de un sector productivo que gestiona un servicio público de importancia esencial y la aún más irresponsable indulgencia de un gobierno cómplice.
Tal vez el gigantesco apagón sea una metáfora premonitoria del destino, pero la avaricia es una enfermedad obsesiva que no se para a considerar augurios. Tal vez Roosevelt se esté removiendo en su tumba y un Jefferson definitivamente mudo y olvidado llame a las armas a los ciudadanos contra un gobierno venal, pero la postmoderna América (así gusta llamarse, pirateando el nombre de un continente) parece caminar irreversiblemente en dirección contraría a lo que dice ser y creer.
¿Allá ellos, dice usted? A mi también me gustaría poder decirlo, pero tendría que añadir "allá nosotros" porque nosotros estamos inmersos en un modelo socioeconómico que es copia del suyo.
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