Entre los medios ha habido coincidencia general en evocar la quiebra de Lehman Brothers hace un año y convertir esa fecha en el inicio de la crisis económica, que sigue extendiendo sus consecuencias en todo el mundo. Pero en realidad la crisis se había iniciado mucho antes, cuando se generalizó la conciencia de que las hipotecas ‘subprime’ se habían convertido en un cáncer incurable del sistema financiero estadounidense.
“Estabamos al borde de un completo desastre financiero”, dijo recientemente Obama. “Y la razón –continuó- era que Wall Street había asumido riesgos extraordinarios con el dinero de otra gente Estaban vendiendo créditos que sabían que nunca serían devueltos”. No se puede decir con mayor claridad ni se puede señalar a los culpables con más exactitud.
El problema es que Wall Street no responde. Pasado un año el capitalismo financiero trata de hacer como si no hubiera pasado nada. Todo entra dentro de la normalidad y la lógica del darwinismo económico. Ya lo dijo el ex responsable de la Reserva Federal (FED) Alan Greenspan: “Unos perderán y otros ganarán”. Y así ha sido, Goldman Sachs y JP Morgan aparecen como vencedores y Lehman Brothers y otras entidades menos importantes han perdido.
El éxito del darwinismo económico, que forma parte de la filosofía esencial del ultraliberalismo, ha hecho felices a unos pocos y menos felices a otros pocos entre los privilegiados (nadie crea que los propietarios de Lehman Brothers viven de la beneficencia). Pero los daños colaterales de la irresponsabilidad y la indecencia financiera se cuentan por millones (de personas) en todo el mundo. Simultáneamente, la profecía de Marx acerca de la creciente acumulación del capital en un número decreciente de manos se muestra incontestable, con todos los peligros implícitos en tal acumulación de poder.
Si no se ha repetido (por ahora) la debacle de la Gran Depresión de 1929 ha sido gracias a la intervención salvadora, urgente y abundante, de fondos públicos, hipótesis impensable dentro de la lógica liberal pero con la que sin duda contaban los codiciosos jugadores del Monopoly de Wall Street.
Un año después, mientras las bolsas vuelven a subir y los dueños del mundo retornan a sus inquietantes usos y costumbres, ajenos a las consecuencias socioeconómicas de su falta de escrúpulos, hay una pregunta en el aire que sigue sin respuesta: ¿Qué se va a hacer para que el desastre no se repita?
Como siempre, todo el mundo está pendiente de lo que se haga en Estados Unidos, pero allí las medidas se retrasan, mientras Obama advierte enérgicamente al sector réprobo que "no volverá a los días de comportamientos temerarios y de excesos sin obstáculos que estuvieron en el corazón de esta crisis" y le pide que no espere a la nueva normativa para adoptar usos éticos.
Hace tres meses que el Gobierno de Obama envió un paquete de reformas financieras al Congreso, pero ninguna ley ha visto todavía la luz, mientras se habla sobre intensas presiones de los lobbies para que sus intereses no se vean lesionados. He ahí la política estadounidense.
¿Llegará finalmente a alguna conclusión de eficacia práctica la cumbre que el G-20 inicia el próximo día 24 en Pittsburgh? Esperemos que así sea porque ya ha pasado tiempo más que suficiente para tomar decisiones que clarifiquen las perspectivas del futuro. El mundo entero está esperando.
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