21 enero, 2010

Grave varapalo a Obama


El 5 de noviembre de 2008, coincidiendo con la elección de Barack Hussein Obama como presidente de Estados Unidos (o “América”, como gustan decir enfáticamente tanto él como sus predecesores), expresaba yo mi escepticismo respecto a la futura gestión de quien había aparecido como una figura radiante y prometedora -casi providencial- en el horizonte gris de la política estadounidense. “El futuro presidente es, ahora mismo, -escribí entonces- un sobre cerrado, un sobre sorpresa del que pueden salir novedades agradables y también decepcionantes en función de las realidades críticas que deberá afrontar y de las compañías de las que se rodee”.

Cuando se cumple un año de su toma de posesión es inevitable decir que el contenido del sobre consiste básicamente en decepción. Tal vez no se pueda negar a Obama un cierto grado de buena fe y honestidad, notablemente superior, en cualquier caso, al que mostró su predecesor, pero eso no basta. Hay que admitir, igualmente, que el inquilino negro de la Casa Blanca afronta dificultades inéditas como consecuencia de la crisis económica, pero eso estaba previsto. Lo que se esperaba de él, precisamente, era que diera respuestas contundentes a los desafíos planteados y cumpliese sus promesas. Eso no ha ocurrido.

Como consecuencia el desencanto ha sustituido a la ilusión. El presidente ha perdido un 20 por 100 de popularidad, lo cual no es demasiado si se considera que estaba situado en un asombroso 70 por 100, pero tampoco es irrelevante. La pérdida del escaño al Senado por Massachusetts, ocupado hasta su muerte por el último de los míticos Kennedy, que fue crucial en la elección de Obama como candidato demócrata, da una prueba elocuente de la relevancia que ha adquirido la decepción. Además ese varapalo amenaza con plantear dificultades suplementarias al proyecto de reforma sanitaria, protagonista de su programa de política interior al que los ‘lobbies’ y los medios afrontan con dosis extraordinarias de manipulación e intoxicación (con la acusación de “socialismo” incluida), condicionando la aceptación pública incluso entre quienes habrían de ser sus máximos beneficiarios.

Obama no ha estado remiso ni ha errado a la hora de identificar de inmediato la causa del fiasco electoral en un territorio históricamente demócrata: “el enfado y la frustración de los electores”. Añadir a ese reconocimiento la matización de que tal estado de ánimo tiene su origen no sólo en el último año, sino en los ocho anteriores, ha sido, sin embargo, una observación gratuita. Es su política la causa del enfado y la frustración. Si fuera de otro modo no habría triunfado un republicano donde acostumbraba a ganar un demócrata: lo contrario de lo que ocurrió en las presidenciales.

Cuando se generan grandes y excesivas esperanzas; cuando se formulan promesas sin meditar lo suficiente su probabilidad; cuando se intenta sustituir con grandes palabras la carencia de resultados, el riesgo de generar frustración y enfado en los electores es considerablemente alto. Obama ha decepcionado precisamente porque no ha sabido o podido estar a la altura de sus palabras. Así ha pasado de ser visto como un mesías salvador a que se le contemple con el mismo escepticismo -si no mayor- que a sus predecesores. Otro político que propone y no da; otro político que se humilla ante el complejo financiero-militar-industrial y renuncia a perseguir los sueños que él mismo ha alimentado.

Que Obama ha acusado el golpe y que es muy consciente de la seriedad y gravedad del mensaje que los electores le han dirigido no deja lugar a dudas. Hoy mismo ha anunciado medidas contundentes, aunque insuficientemente especificadas, en el vidrioso terreno de la industria financiera (“si quieren pelea la van a tener”, dijo). El plan, que ya se había adelantado como probable en lo esencial, pretende, por un lado, separar a la banca comercial de las actividades de riesgo. Por otra parte, quiere reducir el tamaño de los bancos, que acumulan un excesivo poder -nocivo para los principios de la competencia equitativa- tras las quiebras causadas por la crisis. “Nunca más el contribuyente va a ser rehén de un banco demasiado grande para quebrar”, ha dicho, tras acusar a Wall Street de provocar una recesión que ha causado la pérdida de siete millones de puestos de trabajo.

Por supuesto, la respuesta inmediata del sistema se ha reflejado en la bajada de los mercados bursátiles, pero la de los poderosísimos afectados está todavía por llegar y Obama puede encontrar fuertes obstáculos justamente en el Senado, donde los demócratas han dejado de sentirse seguros tras el fiasco de Massachusetts. 

Veremos qué pasa. Hay tiempo para que Obama recupere al menos una parte de la credibilidad perdida, pero nadie se lo va a poner fácil. Podríamos estar ante otro bello propósito que se convierte en papel mojado. Las elecciones que se celebrarán el 2 de noviembre para renovar la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado darán la clave del futuro y Obama tiene que moverse rápido y con eficacia si no quiere convertirse en un presidente de papel, rehén de los republicanos.

Foto: Martha Coakley, la candiata derrotada.

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