Katharine Teresa Gun, de 29 años, pertenecía a los servicios de inteligencia británicos gracias a su singular especialización en el idioma chino mandarín. Un día cayó en sus manos un memorándum en el que los servicios de inteligencia estadounidenses pedían a sus primos británicos (la colaboración entre ambas cloacas es tradicional) su ayuda para espiar a varias delegaciones de países con presencia en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Ni corta ni perezosa y mucho menos cobarde, pues era conocedora de los riesgos implícitos en su gesto, Katharine remitió dicha información a la publicación The Observer, que la difundió con el rango que merecía.
Chile, Bulgaria, Camerún, Angola, Guinea y Pakistán eran algunas de las delegaciones a espiar, pero al menos otra más, México, fue objeto de la atención de los servicios de inteligencia, pues este país denunció en su día, junto a Chile, que sus representantes en la ONU habían sido objeto de escuchas.
En aquellos días Estados Unidos y Gran Bretaña tenían mucha prisa por desatar el ataque contra Irak, mientras los referidos países negociaban un consenso para prolongar la presencia en el país de los inspectores de armamento que buscaban las inexistentes armas de destrucción masiva que fueron el pretexto oficial para la invasión. De ahí su interés en conocer, por medios ilícitos, lo que se traían entre manos y neutralizarles, cosa que, por cierto, consiguieron. Los inspectores abandonaron Irak y la guerra, hasta entonces sólo probable, se hizo realidad.
Katharine no es una espía china o iraquí infiltrada en los servicios de escuchas y traducciónde la inteligencia británica. Es nada más (y nada menos) una mujer con principios, consciente de la gravedad de su casual descubrimiento, que quiso, según sus propias palabras, "evitar las muertes y los daños a la población civil iraquí y a las fuerzas militares británicas en una guerra ilegal".
Como consecuencia, aparte de perder su empleo, durante un largo año de zozobra ha afrontado el peligro de verse condenada a dos años de prisión por vulnerar la ley británica de secretos oficiales. Afortunadamente, en este año se ha puesto de manifiesto más allá de toda duda la extraordinaria magnitud de las mentiras tejidas por los invasores de Irak para justificar previamente su acción y darle cobertura legal. Tras el "caso Kelly", Blair y su Gobierno no soportan ni una mota más de mierda sobre sus cabezas y decidieron echarse atrás en el proceso que debía haberse iniciado ayer.
Hay que alegrarse por Katharine, que ha salido indemne tras su 'imperdonable pecado' de revelar la verdad, pero hay que lamentar que sistemas presuntamente democráticos no hagan pagar a sus líderes por engañar a sus pueblos y sacrificar las vidas de sus ciudadanos. Que Blair y Bush sigan en el poder demuestra hasta qué punto la democracia está enferma y los ciudadanos, anestesiados.
Katharine Teresa Gun, con su valiente actuación en coherencia con sus principios morales y cívicos y con un concepto exigente del bien común, es una excepción tan alentadora como necesaria. Si la Corona británica fuera algo más que un decadente carnaval le concedería el título de sir, que regala a cualquier cantamañanas por el mero hecho de aportar divisas. Sus servicios a la verdad y por ende a la democracia deberían tener un premio.
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