Apenas difundida la noticia de la victoria electoral de Bush (la más grande de la historia, subrayan los panegiristas), los previsibles cagatintas ibéricos se han apresurado a depositar ante la puerta de La Moncloa sus vistosas y pestilentes cagarrutas, como si el que hubiera perdido fuera Zapatero en lugar del mediocre Kerry. ¿Y ahora qué?, preguntan los corifeos del neoconservadurismo al ajoarriero.
Pues ahora más Europa, más autonomía, más sensatez, más medido distanciamiento de intereses tan espurios como ajenos a los nuestros.
La victoria de Bush porta en sí misma un mensaje al que sus asesores áulicos no deberían hacer oídos sordos. Ese mensaje habla de una profunda y grave división de la sociedad estadounidense. Y es así porque el caballo de batalla de la campaña electoral ha sido la guerra, no la política interior y menos aún el aspecto económico de la misma, en el que Bush ha fracasado rotundamente sin sufrir por ello ningún castigo en las urnas. Las elecciones han sido en realidad un referéndum sobre la guerra, sobre la política belicista de la administración Bush. El hecho de que haya vencido el presidente en ejercicio ni siquiera es sorprendente, por más que a muchos nos parezca deprimente. No se cambia al comandante en jefe en mitad de una guerra.
El resto es mérito exclusivo de la manipulación e intoxicación sistemática que han llevado a la conciencia de la mayoría de los estadounidenses que han votado la idea de que, precisamente, existe un estado de guerra, una situación de alerta y riesgo permanente; que la invasión de Irak es una pieza fundamental de la estrategia del combate contra el terrorismo islámico y que sólo Bush tiene las ideas claras y la determinación necesaria para vencer esa guerra.
Que la mitad de la sociedad estadounidense esté contra la guerra y por ende contra la política exterior de su presidente es cualquier cosa menos irrelevante. Es un hecho muy grave, en gran medida inédito, y así lo entienden y destacan los dos protagonistas políticos de las elecciones al subrayar la necesidad de recuperar la unidad. Tal gravedad se acentúa notablemente si consideramos el entorno internacional en tres vertientes principales: la situación de la guerra en Irak, la delicada coyuntura en Palestina, en especial ante el inminente deceso de Arafat, y la posición de los países tradicionalmente aliados de EEUU.
Irak es una causa perdida. Tras todo el tiempo transcurrido desde la “victoria”, tan prematuramente cantada por Bush, el país está hundido en una espiral de violencia y anarquía incontenible:
-El Gobierno títere en funciones no sólo carece de legitimidad sino también de credibilidad y de apoyo popular.
-Parte importante del territorio se halla fuera del control de los países ocupantes.
-Las tropas de la ‘coalición’ permanecen más tiempo acuarteladas que en movimiento para evitar bajas.
-El ejército y la policía cipayas son machacados diariamente con casi total impunidad.
-Las perspectivas de un futuro Irak roto en tres entidades (chiita, suní y kurda) aumentan en credibilidad a cada día que pasa. ¿Divide y vencerás?
A ello hay que unir que la aventura iraquí de Bush y su ‘gang’ ha multiplicado extraordinariamente el atractivo de la ‘yihad’ como banderín de enganche en todo el mundo islámico. No es extraño que Bin Laden se frote las manos. La estupidez del enemigo cimenta la propia victoria.
Por si ello fuera poco, nada indica que la situación en el escenario habitual de la que realmente es la madre de todas las guerras, Palestina, vaya a mejorar. Incluso la retirada de Gaza, tan polémica en la política interior israelí, no parece más que un gesto pactado con Estados Unidos como condición para consolidar ‘de facto’ la implantación de los numerosos asentamientos judíos en Cisjordania (de ahí el vergonzante y vergonzoso muro que consagra un ‘apartheid’ que desafía impunemente a toda la humanidad).
Arafat, que se halla en coma irreversible mientras escribo, era el líder natural, el cemento de unión de un pueblo dividido en cuanto a los matices de la adecuada expresión del odio común, generado por el expolio de sus tierras, el exilio forzoso y la muerte como realidad cotidiana, elevada últimamente en muchos casos a la categoría de martirio santificador. ¿Qué va a pasar ahora que desaparece el hombre que, de Palestina a Jordania, de Jordania a Líbano, de Líbano a Túnez, ha compartido la experiencia traumática de un pueblo al que se le ha negado el derecho a la existencia? ¿Qué sucederá cuando ya no se escuche la voz conciliadora que persiguió la paz desde Camp David a Estocolmo y reclamó inútilmente justicia para su pueblo en cuantos foros se le ofrecieron?
Es de temer que Israel no va a desaprovechar la oportunidad de provocar la detonación controlada de las contradicciones palestinas en su propio beneficio. Y en ese caso lo peor puede llegar a ser aún más inimaginable que todo lo progresivamente peor que hemos venido contemplando sobrecogidos e incrédulos.
En cuanto a la posición de los tradicionales aliados de Estados Unidos, sería ocioso hablar de sus gobiernos. Berlusconi o Blair están ahí y tienen el poder, pero son los pueblos los que cambian los gobiernos. Y los pueblos de los países aliados -y más que ninguno el español- están masivamente contra la guerra y contra la política de Bush. Pensar que eso no ha de tener consecuencias a lo largo del segundo mandato del hijo del enunciador del “nuevo orden internacional” o es exceso de optimismo, o ingenuidad, o (lo más habitual) estupidez.
Los que increpan ahora a Zapatero, tal vez alentados por el exceso de ‘pastelería’ desplegado por nuestro untuoso ministro de Defensa, el inefable Bono, ante el resultado electoral en EEUU, no lo hacen, obviamente, desde el punto de vista de los intereses reales de nuestro país, sino desde un espíritu sicario y deudor, por partida doble, del servil PP de Aznar (el de Rajoy ni él mismo sabe de qué va) y de la política de Bush.
La administración Bush no lucha tanto contra el terrorismo islámico como por el petróleo y la expansión de Israel. No se combate el terrorismo agravando las causas que lo han hecho nacer y crecer. Si la nueva administración proyecta seguir por el mismo camino que ha venido transitando durante su primer mandato es imperativo que asuma en exclusiva los riesgos consecuentes. Ni la UE ni España pueden ser cómplices de una aventura cínica y delirante que está haciendo realidad el sueño del ‘Che’ Guevara: crear un, dos tres... Vietnams.
Que cada palo aguante su vela.
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