12 febrero, 2004

Panegírico de Julio Cortázar

Hace veinte años que, a los setenta de edad, moría en un hospital de París Julio Florencio Cortázar Scott, argentino de vocación y ciudadano del mundo de ejercicio. Con tal motivo, un colega sabedor de mi incondicionalidad cortazariana y del ardor proselitista que me invade cada vez que surge la oportunidad de justificarla, me propuso que escribiera algo, como si "algo" a propósito de Cortazar no corriera el riesgo de ser demasiado o demasiado poco. Durante un par de días he nadado en la duda dadá: ¿Me enrollo con su biografía? ¿Gloso alguno de sus relatos? ¿Reitero mi encendida defensa de "Rayuela"? ¿Cuánto debo escribir? ¿Tres folios, diez, un ensayo? Finalmente he tirado por la calle de enmedio, que hace la función geométrica de la linea recta, la distancia más corta entre dos puntos. Esto, pues, es un panegírico. ¿Que por qué? Porque Cortazar se lo merece y a mi me da la gana. Faltaría más. Vamos con ello:

Es reconfortante constatar que Julio Cortázar sigue vivo y que lo está especialmente en la memoria de otros grandes escritores vivos, como García Márquez, Vargas Llosa o Saramago, cuyo rendido tributo supera con mucho el valor de un premio Nobel que Cortázar nunca recibió y ni siquiera ambicionó. Es alentador también que, veinte años después de su muerte, su obra se reedite porque ello facilitará el acceso de nuevos lectores a la mágica galaxia, encerradora de mundos, que el escritor argentino diseñó con el mimo de un orfebre maniaco y superdotado.

Tal vez ahora el autor de Rayuela encuentre finalmente a sus lectores, si es que éstos pertenecen a un tiempo concreto y no son, como su propia obra, atemporales y, por tanto, en gran medida eternos.

En su extenso y magistral relato El Perseguidor, el personaje central, trasunto indisimulado del saxofonista de jazz Charlie Parker, se nos muestra, desconcertado y sobrepasado, afirmando durante una sesión de grabación: “Esto lo estoy tocando mañana”. Del mismo modo, todo el complejo y sutil mundo cortazariano parece escrito en algún momento de un impreciso futuro, o al menos en una situación espacio/tiempo virtual, paralela al presente real, sobre el cual, sin embargo, proyecta luminosas ventanas, abiertas para quien quiera y pueda ver.

Cortázar no admite comparación con ningún otro escritor conocido. El modo en que su inquisitiva mirada indaga la realidad; en que su mente la analiza y su sensibilidad la experimenta es único. Y única asimismo es la manera en que escribe desde el más mínimo relato hasta su novela más extensa. Si el estilo es el hombre, como quieren Ortega y Gasset (quietos, que es broma), no hay duda de que, en este caso, el hombre que está detrás de su escritura no cabe en ningún apartado preexistente para la clasificación convencional de escritores.

En la literatura hay un antes y un después de Julio Cortázar. Él extendió los límites de lo describible al explorar y descubrir territorios vírgenes en lo real y aplicar a la narración de lo universal y de lo cotidiano precisamente el único lenguaje capaz de traducir dimensiones antes inefables. El finis terrae de la narrativa está mucho más allá después de Cortázar.

No es un escritor menor, contra lo que muchos afirman; no es sólo un singular y habilidoso creador de relatos entre lo metafórico y lo real, cualidad con la que tantos lo limitan. Rayuela o Libro de Manuel son monumentos literarios, cumbres altísimas del arte mayor de la narrativa: la novela. Sus páginas siguen siempre a la espera del lector-macho (como Cortázar decía en tiempos menos paranoicos con la corrección política) que aborden la lectura como un acto creativo, como una aventura acaso laboriosa pero iluminadora.

El hombre que escribió su obra mañana precisa de lectores abiertos a la experiencia de jugar mentalmente a la rayuela y descubrir así los mundos ocultos que encierran los falsamente tranquilizadores mundos conocidos.

Esto no es sólo un panegírico. Es también una invitación a la lectura o relectura de un escritor genial, un hombre que creyó en la revolución y la puso en práctica, al menos en el terreno literario, lo cual es mucho más de lo que se puede decir de cualquiera con quien se le pretenda comparar.

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