03 septiembre, 2003

'Ballo in maschera'

A estas horas, más o menos, debe estar Aznar anunciando los cambios en su Gobierno subsiguientes a la salida del mismo de Rajoy y Piqué. ¿Y a quién le importa? Si fuéramos serios estas "novedades", que ocupan muchas páginas en los periódicos y largos minutos en los medios audiovisuales, nos traerían sin cuidado, como deberían traernos todas las cosas que no afectan a nuestra vida real, a nuestra cotidianeidad presente y futura.

Que Rajoy vaya a ser el próximo candidato del PP a la presidencia del Gobierno o que Piqué aspire a presidir la Generalitat catalana no tiene, en lo esencial, la menor importancia para el personal de a pie. No van a protagonizar ningún cambio esencial. Lo que sí es significativo es que ambos, en los ya remotos años de su juventud, tuvieron veleidades izquierdistas. Y no me vengan con aquello tan reaccionario de "quien no es revolucionario a los 20 años no tiene corazón y quien sigue siéndolo a los 40 no tiene cabeza".

No van por ahí los tiros. Lo revelador es que ambos tenían una precoz vocación política. Una vocación que, para varias generaciones de españoles, sólo podía expresarse desde la izquierda en la larga noche del franquismo. Aquellos tiempos daban a la actividad política ajena al Régimen un aire romántico e idealista, pero la vocación política real y constatable es algo más elemental y grosero. Se trata de una expresión sofisticada de la pura y simple ambición de liderazgo y poder.

Por un momento he sentido la tentación de sacar a bailar a Levy-Strauss o a Lacan, o al Freud iluminado de "El malestar en la cultura", pero, felizmente, he superado la crisis. Con el título en italiano ("baile de máscaras") ya he cumplido, por hoy, mi infalible cuota de pedantería. En realidad, dejando aparte consideraciones antropológicas y psicoanalíticas, es algo muy simple. ¿Hay algo en la ambición humana difícil de comprender? Lo que, en el fondo, resulta difícil de asumir es la automitificación del oficio político en las democracias formales contemporáneas.

El ejercicio de la política es básicamente representación, pero no entendida convencionalmente como representación de los ciudadanos que, mediante el voto, delegan su derecho y su deber de ejercer la política, no. Qué más quisiéramos. Representación en el sentido teatral de la palabra. Ser un buen actor, rodearse de una escenografía adecuada y poseer una incombustible capacidad para emitir palabras es mucho más útil en el oficio que tener ideas y ponerlas en práctica, lo cual se supone que es lo importante en un político.

Lo esencial de la actividad política se pone en práctica cuando se asignan las diferentes partidas de los presupuestos. Y eso, que parece tan complicado a primera vista, pierde buena parte de su transcendencia si se considera que no es otra cosa que contabilidad y que buena parte de los capítulos vienen condicionados por los gastos fijos de la propia maquinaria del Estado. Lo importante y realmente político es la definición de prioridades en el gasto, el resto es administración pública, una máquina que funciona de modo automático -y casi nunca eficiente- independientemente del ministro que esté al frente.

Y finalmente queda lo cotidiano del oficio político, el "trabajo" auténtico: la dinámica partidista, la interna y la externa. La interna, de capital importancia para el mantenimiento del poder en el seno del partido, es, generalmente, fontanería secreta, gobierno colegial, canalización de ambiciones y capacidades. La externa es ostentosamente pública y se desarrolla más, paradójicamente, ante las cámaras y los micrófonos que entre las paredes del Parlamento. Lo dicho: representación. Se trata de deteriorar al enemigo y fortalecer la posición propia, en el ejercicio del poder o al margen de él.

Todo muy prosáico, como puede verse. No hay ningún motivo para mitificar a estos profesionales de la representación y de la intriga. Más bien al contrario.

Así pues, ¿qué importa a quién nombre Aznar ministro? ¿Qué importa lo que vayan a decir o hacer Rajoy o Piqué en lo sucesivo? ¿Qué importa que una patética Cristina Alberdi, ex ministra-florero de Felipe González esté empeñada en parecer un "topo" del PP dentro del PSOE?

Lo que importa, por ejemplo, es que, pese a las alentadoras estadísticas macroeconómicas, seguimos teniendo un elevado índice de desempleo y que el 21,4% de ese desempleo es de larga duración, con especial incidencia en los mayores de 40 años. Lo preocupante, también, es que la deliberada fragilización del empleo se ha hecho deliberadamente estructural y afecta de modo endémico a los trabajadores más jóvenes.

¿Cabe esperar que alguno de los arriba mencionados (u omitidos, para qué nos vamos a engañar) vaya a hacer algo por lo que realmente importa? Digan conmigo ¡noooo!

En consecuencia, que les vayan dando. Bastante tenemos con pagar los gastos de un lamentable espectáculo que nos deja sin esperanzas.

No hay comentarios: