Dentro de la más remota tradición teórica del capitalismo existe un axioma 'incontestable' para justificar la apropiación exclusiva de la plusvalía (el beneficio) por parte del empresario (inversor): el riesgo que asume con su iniciativa socialmente 'productiva' . Así, el riesgo se convierte en el justificador primero y último -absoluto, en definitiva- del sistema.
La historia demuestra, sin embargo, que, mientras los beneficios son reales e indiscutibles, los riesgos son tan relativos como cuestionables. En los negocios la suerte y su opuesto -la desgracia- juegan un papel mucho menor del que suele atribuirseles. Cuando se toman las decisiones adecuadas, se calculan los riesgos objetivamente y se actúa con prudencia y sagacidad el riesgo deviene casi irreal.
Ciertamente, existen los cataclismos económicos, como el que ahora se está desarrollando en la economía estadounidense y por ende global, por la misma razón que existen los inversores temerarios. De hecho, la temeridad empresarial y la inhibición estatal son las grandes responsables de la situación que se ha creado y que está afectando a los mercados de todo el planeta.
Pero incluso en una situación caótica, que genera desconfianza y alarma irracionales, queda el Estado, -el llamado peyorativamente "Estado Providencia"-, por extraño y contradictorio que resulte en tiempos de visceral ultraliberalismo, para evitar el descalabro socioeconómico general. De ese modo -aunque ese no sea el objetivo fundamental de la intervención del Estado- se salva también el trasero a los temerarios jugadores a cara o cruz, que, por otra parte, normalmente no corren riesgo alguno de verse en la miseria.
A nadie se le oculta que los aventureros de las finanzas acostumbran a diversificar riesgos y que sus beneficios pretéritos están refugiados en suntuosos bienes inmuebles e inversiones seguras (arte, oro...), amén de sumergir su adorado dinero 'excedente' en paraísos fiscales, al margen de todo rendimiento social. Ellos exprimen la naranja hasta la última gota, pero se las apañan, hábilmente, para no ser 'exprimidos' con ella.
En mi último post cometí el error de interpretar la postura de inhibición de la Reserva Federal ante la situación de Lehman Brothers como un cambio de actitud respecto a los precedentes de intervención en los casos de Bear Stearns, Fanny Mae y Freddie Mack. El salvamento, en última instancia, de la gran aseguradora AIG clarifica la filosofía de la FED, que consiste en actuar sólo cuando no queda otra alternativa y para evitar nefastos efectos en cadena con incidencia no sólo en otros sectores económicos sino también directamente sobre los ciudadanos.
No era ese el caso de Bear Stearns, por supuesto, pero en marzo, cuando la FED subvencionó su 'venta' a JP Morgan por 236 millones, se estaba lejos aún de la negra perspectiva que ahora se ha hecho presente. La pretensión de Barclays de obtener con Lehman Brothers un 'regalo' similar fue desechada por la FED no sin las lógicas zozobras. El paso de los días ha demostrado que fue la actitud correcta, como lo prueba que Barclays haya acabado comprando importantes activos de Lehman en Estados Unidos y esté negociando la compra de otros en Europa.
Finalmente, como dijo el carismático Greenspan ante la crisis de Lehman, "unos pierden y otros ganan". Así es el juego del Monopoly..., digo, "el curso de las finanzas", que es lo que afirmó con flagrante obviedad el ex responsable de la Reserva Federal, a quien, por cierto, se responsabiliza en parte de la situación presente por su invariable política de mantener baja la tasa de interés durante su dilatada permanencia en el altísimo cargo.
Volviendo al hilo de la relación beneficio-riesgo, los últimos acontecimientos prueban que está ampliamente desequilibrada. El riesgo en sí es -dada su relatividad- un argumento fútil a la hora de justificar la apropiación exclusiva de la plusvalía, pero más allá de todo eso -que a estas alturas resulta anacrónico debatir- hay que sacar conclusiones de las evidencias que la actual crisis nos depara de que finalmente el riesgo personal y/o corporativo recae finalmente en gran medida sobre las arcas del Estado, que son nutridas por el conjunto de la población.
Sería utópico cuestionar en estos momentos la legitimidad del beneficio, pero dado que el riesgo que lo 'justifica' se socializa cuando surgen crisis que, como la actual, sólo son posibles merced a actuaciones temerarias e irresponsables (cuando no fraudulentas) de los detentadores habituales de los beneficios, el debate (urgente e ineludible) ha de situarse en la 'filosofía' económica vigente, que ha propiciado la débacle: el ultraliberalismo, que reivindica la autonomía omnímoda del dinero y la soberanía imperial del mercado.
La crisis brutal que ahora está sacudiendo la economía global no es algo coyuntural o circunstancial y mucho menos la secuela de una fenomenología imprevisible e incontrolable. Es la consecuencia última de un modelo inadecuado. Y digo última no porque confíe en una rectificación, sino porque a lo largo de las últimas décadas no han faltado crisis puntuales que advirtieran de la fragilidad de dicho modelo y de los riesgos inaceptables que comporta.
Más que nunca, en una economía globalizada se impone la necesidad de que los estados fiscalicen tan estrechamente como sea posible la actividad económica 'privada'. Es el bien común lo que está en juego y algo tan esencial no se puede dejar en manos de quienes, persiguiendo exclusivamente su propio beneficio por cualquier medio, arriesgan el bienestar de todos mucho más que el propio. Es así de simple.
Pie de foto; La torre de AIG en Hong Kong. Niels Jakob Darger
No hay comentarios:
Publicar un comentario