Para la derecha franquista y
para el estamento militar, que se autoatribuía la función de vigía y garante de
los destinos de España, el desmantelamiento de la ‘democracia orgánica’, que
Franco había construido contando exclusivamente con su ‘leales', y la legalización
del Partido Comunista de España, auténtica ‘bestia negra’ para ellos, es un
cataclismo insoportable. Los términos ‘traidor’ y ‘perjuro’ (por traicionar los
principios del Movimiento Nacional, a los que había jurado fidelidad) son los
más suaves que se aplican a Suárez. El resto es pura escatología tabernaria,
que cunde en los cuartos de banderas y en los cenáculos y mentideros de los ‘derrotados’.
Nada impedirá, sin embargo, que en Junio
de 1977, apenas un año después de la designación de Suárez por el Rey, se
celebren las primeras elecciones legislativas en 43 años de la historia de
España. La Unión de Centro Democrático (UCD) de Suárez vence claramente, con
166 diputados; le sigue el PSOE, con 118; el PCE, con 19, demuestra tener más
respaldo social que el franquismo residual representado por Alianza Popular (16
escaños), encabezada por Fraga y otros seis ex ministros del Régimen. Otros
grupos, que incluyen a los nacionalistas vascos y catalanes y al PSP de Tierno
Galván, se reparten los 31 escaños restantes.
Los resultados permiten al ‘bunker’ constatar
hasta qué punto sus deseos y exigencias están alejados de las expectativas de
la mayoría sociológica del país. La ultraderecha no logra un solo escaño y los
resultados de AP son tan escasos como elocuentes. Los españoles quieren una
democracia verosímil y constructiva, y Adolfo Suárez, junto al ‘factor miedo’,
les han convencido de que es posible, contra los pronósticos iniciales. Su
capacidad de persuasión, de diálogo y de consenso han obrado el ‘milagro’, lo
que no impide que proliferen las reticencias y los prejuicios entre las
formaciones del nuevo Parlamento, al menos de cara al público, y se radicalice
el odio entre quienes le consideran un traidor.
La tarea crucial que se
impone de inmediato es la elaboración de una Constitución democrática. Cuando la redacción
del texto concluye, tras un laborioso consenso entre partidos, las iras del ‘bunker’
se centran en el Título VIII, que trata de la organización territorial y
consagra el ‘Estado de las autonomías’. Con todo, en lo sucesivo la tensión
antidemocrática tendrá dos protagonistas nada naturales: el terrorismo y el
golpismo. ETA aprieta el acelerador de los atentados y alza la mira de los
mismos, habitualmente centrada en guardias civiles y policías, hacia los
militares. Es una clara y deliberada provocación al Ejército, y ‘acabar con el
terrorismo’ prescindiendo de los políticos se convierte en la coartada o
pretexto fundamental de los militares nostálgicos.
En enero de 1979, tras el
asesinato del gobernador militar de Madrid, general Ortín, el diario ‘El
Alcázar’, órgano de la Confederación Nacional de Combatientes, pone públicamente
voz a las exigencias de los ‘salvapatrias’ oficiales al reclamar “la fulminación
de ese Gobierno, la constitución de un Gobierno neutral que sea capaz de enderezar
el rumbo de la nave y de llevar un mínimo de esperanza al alma de un pueblo que
vive atormentado”. Desde ese momento hasta el golpe de 23-F se produce un
envalentonamiento progresivo de los militares, que se pronuncian individualmente o
mediante colectivos a favor del tristemente célebre ‘golpe de timón’. Los
tribunales militares les exoneran sistemáticamente de toda responsabilidad,
incluso en un caso tan escandaloso y flagrante como la insubordinación y los insultos
del general Arés, de la Guardia Civil, al vicepresidente Gutiérrez Mellado
durante una reunión en Cartagena.
La escalada terrorista de ETA, que bate todos sus
récords, conduce al aumento de los atentados de la ultraderecha, que en 1980 se
saldan con 27 muertes, 16 de ellas en la País Vasco. La espiral está ya
desatada y el miedo y la ira se apoderan de los ciudadanos. El caldo de cultivo
que conducirá al ‘golpe’ del 23-F alcanza su plena efervescencia. El pretexto para
la intervención militar es lograr el fin del terrorismo, pero el objetivo primario,
fundamental, es poner fin a la experiencia democrática. Suárez es el hombre a
neutralizar y, a finales de 1980, él también lo sabe.
Continuará
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