Ahora que se han
pasado los fastos y la faramalla que han acompañado a la muerte de Adolfo
Suárez siento la necesidad de decir algunas cosas que he callado estos días por
exceso de indignación. La mentira y la hipocresía me irritan siempre y desde
siempre, pero en este caso ha habido tal exceso de ambas que me he sentido
bloqueado porque mi respuesta espontánea habría sido una colección de
exabruptos tan gratuita como inútil.
En su momento, cuando
el ahora ‘beatificado’ ex presidente anunció su dimisión, escribí que llegaría
el día en que se le echaría de menos y se reconocería la transcendencia y el
valor de su labor. Dada mi falta de afinidad política con lo que Suárez
representaba, imagino la perplejidad de muchos, pero nadie me dijo entonces
esta boca es mía. En mi condición -asumida seriamente mientras me dejaron- de
periodista independiente, me pareció oportuno y coherente escribir lo que
escribí, por más que otros lo juzgasen inoportuno e inconveniente, además de no
coincidir con mi criterio. Suárez era entonces 'lo peor'.
El tiempo me ha dado
sobradamente la razón, pero demasiado sobradamente. Las loas sobrepasan con
creces lo previsible y también lo razonable. Suárez tiene el incuestionable
mérito de haber sido el único presidente de Gobierno de esta democracia que cumplió lo que
prometió, y hacerlo requería entonces un valor y una fortaleza de carácter considerables.
Nunca en cuarenta años las circunstancias políticas habían sido tan críticas ni
complicadas en este país como bajo su Gobierno.
Existía una crisis
económica galopante, con una inflación del 26% en 1977, y un desempleo
creciente y aparentemente incontenible. El Régimen no había querido tomar
medidas correctoras, ante la delicada sucesión y transición que afrontaba, para
no alterar la paz social. El responsable de Economía, Villar-Mir, se había
limitado a pedir a los españoles que se 'apretasen' el cinturón. Sólo los
Pactos de la Moncloa, que reunieron a partidos, sindicatos y patronal con el
Gobierno en busca de compromisos económicos, laborales y políticos, lograron
aclarar un poco el horizonte.
Pero antes de esos
pactos cruciales fue preciso legalizar al PCE, por simple verosimilitud democrática, pero
también porque sin esa condición Comisiones Obreras no se sentaría a negociar
en ninguna mesa, y tal ausencia conduciría a los trabajadores españoles más concienciados a no
considerar legítimo ni vinculante ningún acuerdo que se intentase gestar. La
legalización fue aprobada por Suárez en vacaciones de Semana Santa y la
conmoción fue considerable, especialmente entre los integrantes de lo que
entonces se denominaba el 'bunker', agresivo núcleo de resistencia del
franquismo que, en su versión más virulenta, perpetró, en enero de
1977, la Matanza de Atocha, que costó la vida a cinco abogados de CC OO y
miembros del PCE.
El acoso terrorista,
sin embargo, no era exclusivo de los ultraderechistas radicales. En el inicio
de 1977 el presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo,
permanecía secuestrado por los GRAPO, que pronto añadirían como rehén al
presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, Emilio Villaescusa.
Mientras tanto, ETA mantenía su secuencia sistemática de asesinatos, que se acentuaría
hasta extremos maniacos tras el referéndum de la Constitución, cuyos resultados
en el País Vasco alentaron la escalada de ataques identificada más tarde como
'los años de plomo'.
Adolfo Suárez carecía
entonces de otra legitimación que la confianza del Rey, que, para sorpresa
general, le había preferido en una terna, elaborada por el Consejo del Reino, a
sus rivales Federico Silva Muñoz (democristiano, ex ministro de Obras Públicas)
y Gregorio López-Bravo (numerario del Opus Dei y ex ministro de Industria y de
Asuntos Exteriores). Suárez también era ex ministro, pero como Secretario
Nacional del Movimiento. En principio, no parecía que hubiera otra opción peor
para la democracia que un hombre al que se suponía guardián de las esencias del
franquismo 'apolítico'. La decisión real tranquilizó a los patrocinadores de un
sistema autoritario que ignoraban que serían conducidos por 'uno de los suyos' al harakiri mediante la
Ley para la Reforma Política, que inició el odio irreconciliable contra quien
acabaría siendo elegido presidente mediante las urnas.
Continuará
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