07 junio, 2006

Hacia el fin de la 'Galaxia Gutenberg' (II)

La prensa contemporánea es consecuencia de la industrialización. Máquinas complejas y costosas fueron necesarias para socializar diariamente la información y sistemas de comunicación caracterizados por su rapidez la hicieron posible.

Antes de eso el periodismo tenía un sello artesano y romántico: muchas publicaciones con escasa paginación se dirigían a un público reducido y casi exclusivamente urbano con gacetillas, notas de sociedad, folletones y algún que otro artículo más caracterizado por sus pretensiones literarias, políticas e incluso filosóficas que por su valor informativo.

Personajes como Francisco Mariano Nifo, figura mítica del protoperiodismo español que creó, dirigió e incluso escribió en soledad hasta una veintena de periódicos diferentes a finales del XVIII, dejaron de ser viables. Avanzado el XIX hacía falta una considerable cantidad dinero para fundar y sostener un diario digno de tal nombre, condición que aumenta extraordinariamente en el XX. Por el camino van quedando los que no pueden competir por razones económicas y la consecuencia de ello no es sólo el fin de una cierta idea de periodismo, sino también la pérdida de un abigarrado pluralismo, que de modo simultáneo se produce también en el terreno político.

Transformados en entidades empresariales convencionales, los diarios no sólo responderán a los intereses de sus generalmente poderosos propietarios, sino que se instrumentalizarán al servicio de opciones ideológicas o partidistas mayoritarias, en una praxis que en algunos casos redunda en pura propaganda.

La extendida idea de que los periódicos mienten no es de ahora. Hubo épocas en las que la mentira era una práctica más usual y descarada. Hoy en día, cuando son tantas las fuentes, no es tan fácil dar noticias falsas o falsear descaradamente las informaciones, pero parte esencial del ‘oficio’ consiste en una manipulación basada esencialmente en subrayar, difuminar, destacar o minimizar, e incluso ocultar, según qué hechos o declaraciones. Es decir, maquillar la realidad al propio gusto y a la propia conveniencia, lo cual no deja de ser mentir, por más que se practique de un modo teóricamente sutil.

Es ahí precisamente donde nos encontramos. La credibilidad de los diarios es cuestionada de modo creciente y -no por azar- paralelo al cuestionamiento que se hace a la 'clase' política. Cuando los periodistas denuncian la falta de fiabilidad de Internet (en alusión generalmente a los blogs) parecen no ser conscientes de que la credibilidad de sus medios no es mucho mayor. El concepto empresarial se ha impuesto de modo definitivo al profesional, especialmente desde el momento en que la crecida cuenta del cambio tecnológico (de la tipografía al offset) condujo a la concentración en poderosos grupos mediáticos. La consecuencia es que todo rasgo de pluralismo ha desaparecido (incluso de las llamadas 'Tribunas Libres') y que el panorama ideológico se ha empobrecido hasta un nivel inquietante.

En los ya remotos años de la Escuela de Periodismo, un profesor afirmaba que los periódicos en el futuro (supuestamente en estos tiempos) serían más de análisis que de información, con más crónicas que noticias y más informes que informaciones. Esa sería la consecuencia lógica de la imposibilidad de competir en inmediatez informativa con la radio y la televisión. La prensa tenía a su favor no sólo poder informar con mayor extensión, sino también situar la noticia en su contexto, exponer sus antecedentes y avanzar su probables consecuencias. Tendría además la posibilidad de seleccionar aquello que fuera realmente importante y darle la extensión y el relieve adecuados a su mayor o menor incidencia publica.

Si eso era (o parecía) lo razonable hace cuatro décadas, ¿por qué no ha llegado a ponerse en práctica ni en España ni en ningún otro país? En primer lugar porque no parece existir una demanda real en ese sentido. Quienes preveían un aumento de la exigencia informativa ciudadana coherente con la universalización de la educación no podían imaginar entonces el extraordinario influjo de la televisión; su capacidad de absorber, enajenar y frivolizar. Cuando se repasa la estadística sobre el número de horas que la media de los ciudadanos pasa ante el televisor -y no precisamente para informarse, en general- la cosa está clara: la ‘caja idiota’ monopoliza una gran parte del tiempo de ocio. La necesidad de informarse es anecdótica frente a la urgencia imperiosa de evadirse.

Pero sucede que aún en el caso de que existiese (o pudiera generarse) la demanda de un cambio en los conceptos informativos de la prensa escrita el problema clave se pondría en evidencia en los propios diarios. Allí donde el adjetivo y la subjetividad que pueda generarlo han sido proscritos no resulta fácil imaginar un cambio cualitativo que empezaría necesariamente por una mayor exigencia intelectual y expresiva a redactores inmersos hasta ahora en una praxis profesional que es pariente próxima de la burocracia más rancia y estéril.

La conquista de la credibilidad es una tarea mucho más compleja y difícil de lo que parece a primera vista. No basta el propósito de decir la verdad o de tratar de acercarse a ella objetivamente, aunque eso sería un paso de gigante. Tampoco es suficiente la voluntad de superar los propios prejuicios e ignorar los ajenos. Es necesaria, como mínimo, una capacidad infrecuente de análisis y contraste, un talento innato para trabajar en equipo democráticamente y una formación intelectual muy sólida.

No se transforma de la mañana a la noche a un redactor-notario-sesgado en un redactor-investigador-objetivo. La credibilidad no puede improvisarse ni falsificarse. La honestidad y la independencia sí que pueden fingirse pero también quedan fácilmente desenmascaradas a la primera vuelta del camino.

Como consecuencia de tales dificultades los diarios no se plantean la credibilidad general, sino que buscan la de un público previamente decantado. He ahí por qué -entre otras razones- los jóvenes se les resisten. Se les habla desde un mundo viejo, con un lenguaje anodino y tendencioso y con unos planteamientos y propósitos que no comparten.

Continuará.

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